La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón

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Название La naturaleza de las falacias
Автор произведения Luis Vega-Reñón
Жанр
Серия Derecho y Argumentación
Издательство
Год выпуска 0
isbn 9786123252304



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ser cajera, en contra de lo que dicta el cálculo de probabilidades a este respecto. De ahí que haya recibido el nombre de “falacia de la conjunción de probabilidades”. Pero más bien se trata de un sesgo heurístico en el que la “representatividad” de los datos relativos a la personalidad de Linda prevalece sobre la probabilidad matemática, sesgo que puede responder a un comportamiento que atiende a determinados aspectos significativos y pragmáticos de los procesos inferenciales y que normalmente puede considerarse inteligente22. Los heurísticos son una especie de recursos intuitivos, atajos o procedimientos expeditivos, que normalmente sirven para salir de apuros en situaciones de incertidumbre y en condiciones precarias de procesamiento de información, evaluación de datos y toma de decisiones. Además del heurístico de representatividad, se conocen otros como el de disponibilidad y el de anclaje y ajuste a un dato inicial. Los sesgos de este género son objeto de investigación empírica y de un tratamiento más bien descriptivo, aunque no han dejado de tener repercusión en discusiones sobre la presunción y la caracterización de la racionalidad de los sujetos experimentales; hay quien ha pretendido incluso inferir de tales sesgos el comportamiento ilógico y por ende irracional del ser humano, conclusión que, sin otras pruebas, es una extrapolación indebida. Por lo demás, dichos sesgos resultan desviaciones predecibles y corregibles, relacionadas con determinadas pautas o patrones de conducta en dominios específicos.

      B.2/ Sesgos y predisposiciones de la razón o del juicio, que también cabría calificar de “ilusiones gnoseológicas” y difieren de los sesgos heurísticos anteriores. La historia de la filosofía permite reconocer dos tipos relevantes:

      Las ilusiones de carácter socio-cognitivo, como los ídolos baconianos, los prejuicios denunciados por los ilustrados, las ideologías denunciadas por el marxismo. Las ilusiones trascendentales como las representadas paradigmáticamente por las ilusiones de la razón pura kantiana.

      Parecen resultar prácticamente inevitables, al menos por lo común y en un principio, aunque sean detectables y se supongan no solo corregibles sino, incluso, censurables en atención a su carga epistémica como errores de juicio. Recordemos, por ejemplo, los ídolos de Bacon que consisten de modo algo confuso en predisposiciones sesgadas hacia, o representaciones deformadas de, la realidad. Son de cuatro tipos según se deban al propio género humano (ídolos de la tribu), a la índole del individuo (ídolos de la caverna), a la vida social (ídolos del foro) o a las ideas recibidas (ídolos del teatro), y a tenor de los aforismos 39-68 del Novum organum se caracterizan como sigue:

      Son claros casos de errores cuya detección no asegura una prevención o una disolución efectivas, puesto que incluso los eliminables, como los generados por los ídolos del teatro, no dejan de volver a presentarse. También forman parte del campo infinito —o al menos indefinidamente abierto— de errores cognitivos y discursivos a los que se supone propenso el género humano, y cuya indeterminación suele oponerse a cualquier clasificación. Recordemos el dictamen de Horace W. B. Joseph (1906) «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación», citado en el capítulo anterior. Si ahora pensamos en los repertorios tradicionales de falacias, es tentador oponer dicho dictamen a este inveterado empeño taxonómico. Aunque, por cierto, no siempre será una objeción justa y atinada en la medida en que no todo error discursivo o cognitivo constituye una falacia.

      C/ Paradojas, en el sentido de anomalías que contravienen, o parecen contravenir, nuestras expectativas —discursivas, epistémicas, prácticas— hasta el punto de generar situaciones de disonancia cognitiva, por ejemplo, cuando se infiere de un modo aparentemente correcto o cogente una conclusión incongruente con lo que se daba por supuesto. Las paradojas se observan o se presentan, incluso se puede caer o incurrir en ellas, pero por lo regular no se cometen. Sin embargo, se consideran corregibles o solubles, salvo ciertos casos de antinomias lógicas, como los denominados “insolubilia” en tiempos medievales o como algunas paradojas que han dado lugar a replanteamientos fundacionales de la teoría semántica o de la teoría de conjuntos en tiempos modernos. Pero hay muestras más próximas e intuitivas de diversos tipos de paradojas que resultan llamativas bien por ser indecidibles, bien por ser autodestructivas. Una muestra del primer tipo podría ser el caso siguiente:

      Ud. está disfrutando de una velada animada en casa de un amigo y de repente se oyen las horas que da el reloj de pared. “¡Caramba! ¡Ya son las tres de la madrugada! Es muy tarde, me tengo que ir”. “No creas que es tan tarde -replica el amigo-. Mi reloj de pared es un reloj raro: no ha dado las tres, sino tres veces la una. Podemos seguir charlando un poco más”.

      ¿Cómo distingue el agudo lector/a, sin referencias externas, entre un reloj de pared normal que secuencia o marca sucesivamente las horas y un reloj de pared raro que reitera la una?

      La muestra del segundo tipo, que envuelve una regulación lógicamente inviable, es mucho más entretenida y ha conocido varias versiones. La más brillante se encuentra en el cap. LI de la Parte II de D. Quijote. Recordemos que, para entonces, Sancho Panza ejerce de gobernador de la ínsula de Barataria. Ahora, tras un frugal desayuno —receta del doctor Pedro Recio para avivar el ingenio—, se dispone a cumplir sus deberes de juez e impartir justicia. Este es el primer caso del día expuesto por un forastero:

      «Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna”. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces les dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueves en el juramento y dijeron: “Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre”. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intrincado y dudoso caso.

      A lo que respondió Sancho:

      – Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.

      Volvió otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho y Sancho dijo:

      – A mi parecer, este negocio en dos paletas lo declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no lo ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen.

      – Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-, y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.

      – Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del peaje.

      – Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella.

      – Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma