Mi hermano James Joyce. James Joyce

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Название Mi hermano James Joyce
Автор произведения James Joyce
Жанр Философия
Серия Biografías y Testimonios
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9789878388830



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y el canto en el coro de Little Bray y era paciente, ingeniosa y con gran sentido del humor. Tengo en mi poder un programa de un concierto público organizado por el Club de Remo de Bray, en la Sala de Reuniones de la ciudad, en 1888, en el que cantaron el señor Joyce, la señora Joyce y el niño James Joyce (tenía entonces seis años). Con frecuencia venían amigos de Dublín a escucharlo.

      Pero en el hogar era un hombre de temperamento inestable. Lo recuerdo sentado a la mesa por la noche, no exactamente ebrio porque entonces dosificaba bien el aguardiente, pero habiendo tomado lo suficiente como para no tener apetito y con un humor aborrecible. Tenía el horrible hábito, cuando estaba un poco achispado, de mascar con sus poderosos dientes, produciendo un ruido que yo atribuía al crujir de su blanco cuello almidonado. En años posteriores, mi madre me confesó que a menudo le daba miedo quedarse a solas con él, aunque no era hombre violento. La obesa señora Conway se retiraba temprano a su habitación en el piso de arriba; las habitaciones de los niños y criadas también estaban en los altos de la casa. Él se quedaba sentado, haciendo rechinar los dientes, mirando a mi madre y refunfuñando frases como “¡Acaba ya!”. En algún momento pensó en separarse de él, pero su confesor se enfureció de tal manera cuando ella lo sugirió que nunca más volvió a mencionarlo. Ese morboso y pervertido títere la había amedrentado por pensar en la separación; probablemente no hubiera sido definitiva, pero sin duda beneficiosa para ambos.

      Tenía una gran memoria y se obsesionaba con las ofensas más insignificantes y con intencionada perseverancia mantenía frescos sus resentimientos durante años. Siendo yo muy pequeño, tanto que ese recuerdo es uno de los más vagos y remotos que tengo, partimos hacia las cataratas de Powerscourt para un pícnic en compañía de algunos huéspedes, entre ellos la madrastra de mi madre, a quien toda la familia, excepto ella, odiaba. Recuerdo la excursión. Había otros grupos de gente, además de nosotros. Como yo veía todo en proporción inversa a mi estatura, guardo la imagen de unas cataratas extraordinariamente altas y una extensión inmensamente ancha de césped que se prolongaba a lo lejos, hasta una hilera de árboles majestuosos. No he vuelto a Powerscourt ni me interesa saber cómo es en realidad. Cuando abrieron las canastas de comida, se descubrió que habían olvidado el mantel. La madrastra de mi madre sugirió, en broma, que una de las señoras sacrificara su enagua. En aquella época se usaban anchísimas enaguas blancas. Mi padre pareció tomar la broma muy alegremente; pero, por alguna misteriosa razón, le causó tal encono que se convirtió en otro motivo de reprobación de la familia de su mujer, hasta doce o catorce años después de la muerte de la ofensora.

      En otra ocasión se hallaba cruzando Fifteen Acres, un espacio abierto en el Phoenix Park, en compañía de su cuñado, cuando un regimiento de caballería que hacía prácticas se acercó a todo galope. El cuñado, mi tío John Murray, salió corriendo hacia unos árboles, pero ya era demasiado tarde: la caballería estaba casi encima de ellos. Mi padre corrió tras él, lo agarró y lo obligó a quedarse quieto. De esta manera el regimiento de caballería se apartó, dejando a los hombres en el medio. Mi padre se jactó después de que mientras pasaban, el oficial de la instrucción dio orden de que lo saludaran con los sables en alto. Esta feliz combinación del pánico de su cuñado y su presencia de ánimo era demasiado propicia para ser archivada. La recordaba constantemente.

      Mi madre no era de carácter débil, excepto con su marido, y no carecía de energía en el gobierno del hogar si la ocasión lo requería. Tengo nítido el recuerdo de su lucha contra el peligroso fuego que se declaró en la chimenea del cuarto de los niños. Los teléfonos en las casas eran entonces una excepción y no era fácil llamar a los bomberos. Se sentó en el suelo y rápida pero tranquilamente sacó los leños de la chimenea y los fue envolviendo en telas mojadas que las criadas le alcanzaban de un balde de agua que había cerca de ella. Tengo mis buenas razones para recordar otra de sus intervenciones enérgicas. Un día, a comienzos del verano –Jim estaba ya en Clongowes– mandaron a todos los niños a pasear. El grupo estaba compuesto de cuatro o cinco niños, la niñera, llamada Cranly, que pertenecía a una familia de honrados pescadores de Bray, y una muchacha de quince o dieciséis años, hermana o prima suya que había venido a ayudarla. En la Explanada un fotógrafo quería fotografiar al grupo. Las niñeras estaban encantadas –los fotógrafos eran una rareza entonces– y esa noche obtuvieron autorización para sacarse la fotografía. Al día siguiente, las muchachas se pusieron sus galas de domingo y fuimos todos al encuentro del fotógrafo, que nos colocó en un artístico grupo, en el césped, detrás de la Explanada. Yo, que tenía entonces cinco o seis años, debía estar sentado en el suelo, al frente, con las piernas cruzadas, pero cuando el fotógrafo dijo: “Ahora no se muevan”, diabólicamente comencé a mover y sacudir la cabeza de un lado a otro y ni la palabra persuasiva del fotógrafo ni las súplicas de las niñeras lograron calmarme. El hombre tuvo que abandonar la idea de fotografiarnos y todos regresamos a casa. Las niñeras estaban furiosas y, al contar de qué manera deliberada les había arruinado la ocasión, casi lloraban. Mi madre escuchó el relato y rápidamente nos envió a todos a nuestro cuarto, donde me dio una paliza ejemplar, ya que todavía la recuerdo.

      Mis padres tenían muchos amigos en Bray y en la ciudad; para Navidad y Año Nuevo iban a Dublín a bailar y se quedaban a pasar la noche en un hotel, como hacen los Conroy en “Los muertos”. Mi madre hacía recomendaciones tan numerosas e inquietantes a los criados sobre lo que debían hacer durante su ausencia, que me asaltaba el temor de que marcharan para siempre. Mientras ella se mantuvo lozana, mi padre le hacía escenas de celos con pretextos triviales. Una noche, en un baile, uno de los invitados pidió a la dueña de casa que lo presentara a “esa hermosa joven”. “Con mucho gusto –respondió ella–, pero permítame decirle que esa hermosa joven es madre de cuatro niños”. Cuando la señora les contó la broma, mi padre rio, pero dejó de hacerlo al volver a casa, y luego durante meses.

      Él, por su parte, bailaba, y lo hacía bien, con todas las muchachas bonitas de la fiesta y no prestaba atención a su esposa. Mi madre, por el contrario, no era en absoluto celosa. Las fotografías de la primeras novias de mi padre aún estaban sobre el piano cuando yo era niño. Recuerdo el nombre de dos de ellas: Hannah Sullivan, una muchacha morena de aspecto enérgico, y Annie Lee, como la canción. En ambos casos, él había roto el noviazgo en un acceso de celos injustificados, según el testimonio de mi madre. Un día las fotografías desaparecieron del sitio en que estaban. En cuanto mi padre entró en la sala, lo notó.

      –¿Dónde están las fotografías? –preguntó.

      –Quemadas –fue la respuesta.

      –¿Quién las ha quemado? –preguntó otra vez.

      –Yo –dijo mi madre, desafiante.

      Mi padre se colocó el monóculo que usaba en esa época y la miró.

      –No, no fuiste tú –dijo–; fue esa vieja perra que está arriba.

      “Esa vieja perra que está arriba” era una elegante descripción de la señora Conway. Tenía razón. La señora Conway había persuadido a mi madre de que era absolutamente impropio tener las fotografías en la sala, donde los niños, que estaban creciendo y comenzaban a observar, podían verlas. Es evidente que sus escenas de celos eran la forma de satisfacer sus truculentas exigencias masculinas. Mi madre lamentó después haber cedido a la insistencia de aquella mujer, “porque –decía– eran muchachas bonitas”. Y quizá también porque le habían proporcionado la sensación de triunfo de un indio que adorna su tienda con los cueros cabelludos de sus víctimas.

       [3] Vance adoptó los versos de Samuel Lover del capítulo “Baladas y cantores de baladas” del libro Leyendas y narraciones de Irlanda, que dicen: Oh Thady Brady you are my darlin, /You are my looking-glass from nigth till morning /I love you bether without one fardin /Than Brian Gallagher wid house and garden. [Oh Thady Brady eres mi amor, / eres mi espejo de la noche a la mañana. / Te amo más sin un centavo/ que a Brian Gallagher con su casa y su jardín.]

       [4] En inglés, Here Comes Everybody.

       [5] “¡Oh