Nuestra mente, como enseñó Adler, es «una red de subterfugios». Utilizando el símbolo de la red, quedan atrapados entre otros, pensamientos y sentimientos de culpa, a veces asumidos y otras no. Claro está que todo depende desde dónde los reconocemos. A veces desde la conciencia moral (podemos distinguir lo bueno de lo nocivo) y en otras ocasiones los podemos llegar a reflexionar desde la conciencia religiosa (Gaudium et Spes 16) que consiste en «escuchar la voz de Dios» básicamente manifestada en su Palabra.
Sé que es un tema complejo tratar la conciencia. Me vienen a la mente aquellas palabras que nos enseñó San Ambrosio y son «la conciencia es el primer vicario de Jesucristo», lo cual equivale a que nos representa ante Dios.
Propongo desde la Misericordia de Dios manifestada en la Escritura poder reconocer que hay una diferencia notoria entre la palabra responsabilidad" y «culpa». Éticamente la primera eleva… en vez, la segunda hunde a un ser humano.
El Señor Jesucristo en Lc 4, 18 nos recuerda que Él vino a «dar la libertad a los oprimidos». La opresión como experiencia de oprobio que genera la culpa es realmente demoliente ya que anula la posibilidad de pensar y restituirse a la moral de la alianza con Dios. Indudablemente, se ntremezclan voces acusadoras del consciente colectivo (de la trama historial) de una persona. También irrumpen voces inculpadoras, enjuiciatorias y hasta algunos se toman la atribución de hablar en nombre de Dios utilizando argumentos tales como «Dios te va a castigar», «ya verás». Cierran, indefectiblemente la posibilidad de la conversión y hasta desean la muerte…
Además, se presentan en las personas religiosas no bien formadas, los llamados «escrúpulos» en la voz de San Ignacio de Loyola. Hoy los definimos como obsesiones que en algunos casos llegan a ser recurrentes.
Por eso, en este Libro desarrollo la complejidad de este sentimiento y las vías de sanación comenzando por sopesar la veracidad del mismo. Cuando a la base de la personalidad existe otro sentimiento que es el de inferioridad, o bien descalificaciones, humillaciones o acusaciones proferidas a otros o recibidas, muy simplemente resulta descubrir que las personas que no han incorporado a su proceso de conversión este sentimiento de culpa, estén siendo asiduamente provocadas por el mismo. Por eso, no temamos asumir para transformar…
La culpa comúnmente se entrelaza con el miedo y con la desesperación, en ambos casos: tanto aquella ocasionada como la recibida. Los errores son exigencias propias del aprendizaje.
La mente tiene habilidades. Hay cosas que son conscientes y otras las soterramos en el inconsciente. Por tanto, se producen represiones neuróticas que pueden llegar a sujetar la vida. Así nunca seremos felices. La mente humana es como un jardín. Si queremos que crezcan flores, hay que arrancar las malas hierbas. Reprimir nuestras emociones no es bueno.
Apoyándome en la experiencia de décadas de atender a muchos hermanos y hermanas de la Iglesia y escuchar sus relatos para intentar brindarles una orientación en sus asuntos desde la fe, me encuentro con actitudes que se reiteran una y otra vez tales como los autorreproches que no pocas veces desembocan en autocastigos. Así es que podemos caer en una psiconeurosis religiosa cuando somos apoderados por la incorrecta vivencia de la culpa. Es una experiencia muy subjetiva.
En este libro apelo a la síntesis y entiendo que nocionalmente podemos descubrir el camino para erradicar sentimientos de estas características. Sabemos que la Palabra de Dios «ejerce poder en los creyentes» (1 Tes 2, 13). Ser creyentes implica "estar en el camino" y «estar en el camino» nos asegura como enseña San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios que "somos nuevas creaturas".