En este libro octavo trato el contraste entre la verdad bíblica que hallamos en Cristo, Fuente de toda Santidad, y las mentiras y envidias, fruto de las sombras de nuestras vidas, siendo estas en un lenguaje paulino: frutos de la carne, es decir, aquello aún inconverso en nuestras vidas.
JESUCRISTO es la Verdad. Se oye a menudo una frase en la que, quienes no conocen o se niegan a aceptar el Señorío de Cristo utilizan y es: «Nadie es dueño de la verdad». Cuán incierta es esta frase apologética (defensiva) que los hombres del mundo, varones y mujeres, usan, y a menudo con mucha firmeza, para frenar que les comuniquen o intenten hacerlo otros desde su fe.
Algunos opinan que aquellos que la afirman no conocen al Señor. Otros sostendrán que lo hacen por ignorancia. Sin embargo, existe la posibilidad de hacerlo para contraponerse en defensa del secularismo (prescindencia de Dios) que se advierte en muchos ambientes ciertamente mundanos, esto es, el mundo como mundanidad.
Algunas personas no conocen a Cristo, el Señor, por falta de conocimiento, como sostiene el profeta Oseas. Otros, porque nadie les predica, como enseña San Pablo en la Carta a los Romanos. Y otros, porque hacen la opción de oponerse a las exigencias que el Evangelio nos ofrece.
JESUCRISTO es la verdad. El Señor lo reveló «Yo soy la Verdad», Jn 14, 6. Y al enseñarnos que «la verdad nos hará libres», Jn 8, el Señor nos está manifestando que solo en Él seremos libres si «en él vivimos, nos movemos y existimos», Gal 2.
La verdad implica optar por su Evangelio, generar y honrar una identidad bautismal que nos libera del peso del pecado.
Nuestra alianza con Cristo suscita el deseo de la inocencia de vida, de descubrir que su Luz es nuestra única claridad, de movernos a conciencia sabiendo que ésta es «el primer vicario de Jesucristo». Así nos lo enseña San Ambrosio (s. IV), de optar por incorporar los valores del Reino. Así el resto viene por añadidura.
El sentido de desnudez interior que produce andar en la verdad otorga mucha paz y bienestar en nuestra alma lo cual genera serenidad dado que se hacen vida aquellas palabras del Sal 62: «Solo en Dios descansa mi alma».
Sugiero siempre releer cada capítulo por sus contenidos y sus reflexiones.
Agradezco a nuestro Padre Eterno en la persona de Cristo por donarnos su Espíritu para provecho común, 1 Co 12, 7.
A la Virgen Santa por acompañarme en cada predicación e instruirme con su oración. Y a todos los hermanos que tanto en mis programas radiales desde hace veinticuatro años consecutivos están en las sintonías buscando al Dios de la Vida…
Agradezco renovadamente a Pedro, sacerdote verbita, que como director de la Editorial Guadalupe me acompaña cercanamente en todas mis publicaciones.
Sigamos construyendo el Reino.