Memorias de otro tiempo. María Eugenia Chagra

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Название Memorias de otro tiempo
Автор произведения María Eugenia Chagra
Жанр Документальная литература
Серия Colección Quena
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789508511102



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TU PERDÓN

      YO PECADORA ME CONFIESO…

      MANDA Y OBEDECERÉ

      Y LLEVARÉ MI CRUZ

      Y GANARÉ EL PAN CON EL SUDOR DE MI FRENTE

      Y PARIRÉ CON DOLOR

      Y PONDRÉ LA OTRA MEJILLA

      Y NO GOZARÉ, Y NO VIVIRÉ Y

      NO Y NO Y NO

      Y CULPA, CULPA, CULPA,

      POR MI GRANDÍSIMA CULPA

      POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS

      AMÉN

      Íbamos a una escuela pública (entonces privado era mala palabra, y las escuelas públicas aseguraban una buena educación). Caminábamos una cuadra hacia el centro, doblábamos a la derecha, caminábamos tres cuadras más y ya estábamos.

      Ese año yo ingresaba a Jardín de Infantes y comenzaba mi largo recorrido escolar. Marchábamos ida y vuelta juntas con mi hermana, ella terminaba su primaria. Los años siguientes ese camino iba a poblarse de compañeras, pero entonces caminábamos solas las dos. Delantales blancos almidonados que prendían atrás y se ceñían con un cinto ancho, un gran moño azul celeste prendido al cuello, cabello tirante en cola de caballo o sostenido prolijamente por una vincha. Impecables, así nos mandaba mi madre, fieles reflejos de su dedicada preocupación.

      Como en todas las escuelas de mi provincia, con­servadora y católica, la religión ocupaba un importante lugar. Los primeros viernes de cada mes rezábamos al Sagrado Corazón de Jesús que estaba entronizado en el hall de la escuela y después quedaban dos alumnas haciendo guardia a los lados de la imagen. Mi hermana, hermosa preadolescente de enormes ojos azules, nariz respingona y cabellos co­brizos, en su cuidado uniforme, era habitualmente elegida para esa guardia, con gran gozo de su parte pues eso significaba una mañana sin clases.

      Un día algo nos llamó la atención al entrar a la escuela, el nicho que guardaba la imagen estaba vacío y en un rincón del hall habían colocado sobre un pedestal, un busto de mujer, que después supimos representaba a Eva Duarte. Cuando relatamos lo sucedido en casa, la furia de mi padre no tuvo límites, radical por elección, sufría el gobierno de Perón con una apenas contenida indignación, para él esto representaba un sacrilegio y un atropello intolerable, qué decir cuando el viernes siguiente mi hermana fue nuevamente elegida como guardia de honor, pero esta vez de Eva. Entre los calmate, no te metás que no conviene, de mi madre, y el llanto aterrorizado de mi hermana, lograron con mucho esfuerzo detenerlo para que no hiciera un escándalo público de dudosas consecuencias, pero la bronca y la impotencia no se le olvidarían jamás.

      Eran los tiempos de la Razón de mi Vida, Evita madre amada, alpargatas sí libros no, de derroche a manos llena de tanta riqueza nuestra, pero también de leyes sociales y laborales de avanzada. No iba a durar mucho más. Corría 1954. Al año siguiente la Revolución del 55 derrocaría a Perón y proscribiría al peronismo. Y yo iba a crecer entre el recuerdo de la bronca de mi padre sofocada por el miedo de mi madre y la curiosidad idealizada que despierta todo lo prohibido.

      Si busco en mi memoria, rescato la cálida sensación de su mullido regazo, cuando ante mi aflicción y mi llanto por la impotencia de alguna tarea malograda, ella intentaba calmarme. La Gorda Lavín la llamaban y fue mi maestra de primer grado. Era de esas maestras de antes cuya vida se definía en su vocación. Ella calmaba mis miedos. Tomaba mi mano y con paciencia infinita me ayudaba a hacer mis palotes. Secaba mis lágrimas. Me hacía reír con muecas y juegos. Nos contaba cuentos, nos consolaba con tanta dulzura. Nos amaba.

      Claro que no todas mis maestras de primaria se le parecían. Las tuve dedicadas, odiosas, histéricas, ninguna como ella, más en honor a la verdad debo decir que todas supieron enseñarnos. Es que entonces ser maestra era motivo de orgullo, un signo distintivo de esfuerzo y dedicación, aunque uno pudiera criticar rigideces y fallas educativas múltiples, había algo que no faltaba y era el mérito y el recono­cimiento por enseñar. Cosa que escasea en estas épocas en que ser maestra es casi un oprobio, una vergüenza humillante de sueldos bajos, caras largas, y estómagos hambrientos.

      ¿Cómo pretender entonces una Gorda Lavín dedicada a sus niños, con amor, con paciencia, con respeto?

      ¿Cómo pretender que nuestros niños aprendan en un mundo que valora la viveza y desprecia el saber y la bondad?

      ¡El conocimiento pasó de moda! ¡El saber es un peso innecesario! ¡Las maestras son una molestia ya casi descartable!

       ¡Y el poder necesita de la estupidez!

      Volvía cada tanto y cada tanto despertaba estremecida en sudor, jadeando angustia.

      La imagen repetida y torturante de una niña diminuta amenazada por un escuadrón de gigantes.

      Silencioso. Implacable.

      Rígidos verdugos de mirada vacía que avanzaban como autómatas a ejecutar su sentencia inapelable: aplastarme, pues la niña era yo y ese ejército monstruoso poblaba mis noches de terror y mis días de una cruel inseguridad por mi valía y la de todo lo mío.

      Encabezaban la columna mis parientes más preclaros, ejemplo de familia, palabra verdadera, jueces autorizados por delegación (y sometimiento) familiar, al poder del título, el dinero, a la apropiación arbitraria del deber ser.

      SEPULCROS BLANQUEADOS.

      Así lo descubrí en medio de mi rebeldía adolescente y entonces desapareció el sueño y el miedo, al develarse la mentira de los modales pulidos, las voces sentenciosas, los dedos levantados señalando el error ajeno, las miradas reprobadoras de la libertad que ocultan el temor irracional al otro, a la inteligencia, a la justicia, a la igualdad, que pueda peligrar su ridículo espacio de poder.

      Los torturadores de mi infancia se parecían mucho a los torturadores legalizados del Proceso. Aquellos me ayudaron a reconocer a estos y a los tantos otros que habitan este mundo con su lustrada «humanidad» que intenta tapar su nauseabunda pequeñez, su olor a MIEDO.

      Porque es miedo lo que habita tras la amenaza.

      Aquellos me ayudaron a reconocer a estos… y a despreciarlos:

      Pequeños gusanos vestidos de pontificales señores.

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