Название | Campo Abierto |
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Автор произведения | Max Aub |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788491343974 |
–Hay que hacer la revolución…
No dice cómo. ¿Quitar los teatros a sus dueños? Ya está. ¿Socializar la industria? En eso estamos. Pero ¿y después? ¿Vamos de verdad a hacer un teatro decente?
–Nadie tiene derecho a desertar de su puesto –dice ahora el Fallero–, necesitamos la colaboración de todos. Estando todos los trabajadores del espectáculo enmarcados en las sindicales U.G.T. y C.N.T. no sería mucho esperar de vosotros aquella disciplina sindical a que estamos obligados…
Villegas tiene su carnet, nuevecito, de «Oficios Varios» que ha conseguido en la U.G.T. Hubo sus más o menos al tratar el asunto en la Sociedad de Autores. Algunos se resistían, con bastantes buenas razones, a afiliarse a un sindicato. Prevaleció la opinión de que nada se perdía, y era útil para con las patrullas. Que cada cual se afiliara al sindicato que más le gustara.
–… Y la solidaridad que debe existir entre todos los trabajadores. (La solidaridad. Sí. Aquí está la palabra: solidaridad, o solidariedad, como se debiera decir. ¿No se dice contrariedad o arbitrariedad? ¡Qué más da! Su continua manía purista… ¿De qué le había servido?).21
Archivero del museo de San Carlos, sí, archivero, mueble arrinconado al que se consultaba impersonalmente de muy tarde en tarde. Villegas vivía solo, dando clases. Había publicado un libro de versos de quien nadie se acordaba, y estrenado unas comedias, al paso de algunas compañías de segundo orden, hacía muchos años. Tenía cuarenta y cinco, aparentando diez años más.
Solidaridad o solidariedad es una palabra relativamente nueva –pensaba– y hasta cierto punto es posible que el sentimiento que refleja también lo sea. ¿Adhesión a una obra común? Los latinos decían in solidum: solidariamente. Pero no se refieren a esa emoción que surge de la masa. Villegas se recuerda22 del mitin de Mestalla.23 El sentimiento conjunto, regado, machimbrado24 de cien mil personas. Lloró al oír hablar a Azaña. No era la oratoria: era el deseo de aquella masa, su ilusión idealmente solidificada, la seguridad de un mundo mejor a la vuelta de unas semanas, por carisma. La ayuda, la comunión, la composición indivisa del aire que respiraba; sentirse parte de un todo conocido y amado. Intervenir, comunicar, interesarse mancomunadamente. Sí, era eso: de mancomún. Mejor que solidaridad, que sonaba a catalán.
–Hay que hacer la revolución –decía Slovak, por quinta vez.
Villegas, impacientado, levantó la mano pidiendo la palabra. No tenía idea de lo que iba a decir.
–Tiene la palabra el compañero Villegas.
–Señores…
–Aquí no hay señores, todos somos camaradas –interrumpió Slovak.
–Bueno, no tiene importancia.
–Sí, la tiene.
–Como ustedes quieran.
–Aquí todos nos hablamos de tú.
–Como vosotros queráis. Sólo quería hacer notar que… si la revolución va a consistir en socializar los teatros no será una verdadera revolución teatral.
Hizo una pausa y se oyó la mosca que fue a posarse en el cráneo rapado de Slovak, que la espantó impaciente.
–No. Lo que hay que socializar es «el» teatro.
Villegas se calló, quedó una interrogación en la mirada de todos.
–Nada más.
–Mire compañero –dijo el Fallero–, aixòb25 estará muy bien: pero no le veo la punta.
–Como que no la tiene –recalcó Llorens, un actor de la C.N.T.
Intervino Slovak:
–No, sí la tiene. Es una gracia de intelectual partidario de Azaña.
Dijo Azaña, con el mismo desprecio que si hubiese dicho Sanjurjo.
–Creo que don Manuel Azaña sigue siendo Presidente de la República.
–Y tú le dedicaste una serie de artículos, acerca de Rivera y de Ribalta.
Todos se miraron extrañados. No les sorprendía ignorarlo, sino que lo supiera aquel hombre.
–¿Tiene algo de malo?
–No, nada. Pero como yo decía: los intelectuales de tu tipo no tienen nada que hacer aquí. No creas que no te entiendo. El compañero Villegas quiere que se representen sus comedias.
Villegas no era hombre de arrestos, y ya había dado de sí cuanto podía. Prefirió callar, se sentía molesto. Más que nada por el acento extranjero de aquel tipo.
El Fallero puso a discusión el salario de las mujeres de limpieza, y las del wáter con jabón y toalla por su cuenta. En ese momento, por las buenas, entraron en el cuarto –destartalado y sucio– Dalmases y los demás.
–¡Ché! –dijo el Fallero–, ¿qué manera de entrar es esa? ¿Qué queréis?
Slovak tenía la mano en las cachas de su pistola.
–Un teatro.
–¡Hombre! ¿Y tú quién eres?
Peñafiel saludaba a Villegas. Este los presentó. –Son los del Teatro Universitario.
–¿Qué tienen que hacer aquí unos aficionados? –preguntó Llorens–. El teatro es cosa de profesionales. Todas esas perenganadas de aficionados no hacen más que dañar a la industria. Hay que acabar con ellos. Si quieren hacer comedias, que ingresen como meritorios.
No había nadie en la puerta del teatro Eslava. Las puertas que daban al vestíbulo estaban cerradas. Los muchachos tocaron sin resultado. Julián Jover, moviendo sus brazos en aspa, se acercó a la puerta del escenario. Estaba abierta. Llamó a sus compañeros y entraron. No parecía haber nadie.
–Fantástico.
Para la mayoría de ellos era la primera vez que penetraban en un escenario de verdad.
Viniendo de la calle, horneada por el calor de agosto, el pasadizo pareció una gruta misteriosa. Viviendo en un mundo nuevo, sin peso, como el que los embargaba desde hacía quince días, el penetrar como invasores legítimos en un teatro, les daba, además, la sensación maravillosa de piratas. Piratas de verdad, generosos y caballerescos; aventureros llevados en alas de su gusto, en busca o captura del instrumento mágico que les iba a permitir establecerse en la vida según el trabajo que libremente habían escogido.26 El fresco y el silencio –delicioso a pesar del olor muerto– les sobrecogió con fruición. De todos modos Julio Jover le dio la mano a Asunción. Ella sonrió, agradecida. No se veía. La luz venía de muy alto, escasa, filtrándose por las rendijas del telar.
José y Julián se quedaron husmeando por los camerinos, los demás penetraron en el escenario. Santiago Peñafiel gritó, ahuecando la voz:
–¡Ah, de la casa!
No contestó nadie. En la penumbra, las butacas se alineaban sin valla, como olas sucesivas y quietas. Todos estaban sobrecogidos: por la penumbra, la temperatura y la soledad.
Casi no podían creerlo: estaban en un teatro, en un teatro que casi podían considerar suyo. Julio dio unas patadas en las tablas, que resonaron. A los lados empezaban a vislumbrar unos bastidores apoyados contra las paredes.
–¿Dónde se dará la luz?
–¿No habrá nadie?
–¿Dónde estáis?
Lo preguntaba José Jover, asomándose al escenario. La embocadura se divisaba como la entrada de un mundo nuevo al que llegaban desde adentro.
–Estupendo…