Prim. Benito Pérez Galdós

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Название Prim
Автор произведения Benito Pérez Galdós
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 4064066444457



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llama Historia lógico-natural de los españoles de ambos mundos en el siglo XIX… El hombre lo ha tomado con ahínco, y cuanto más trabaja, más se afianza en la fortaleza de su ser nuevo, y más aguza las dotes paradójicas y lógico-naturales que le han salido ahora… Cada dos o tres días despacha un capítulo, que me lee antes de ponerlo en limpio. En su estilo no se advierte ninguna extravagancia; en la narración de los hechos está lo verdaderamente anormal y graciosamente vesánico, porque Confusio no escribe la Historia, sino que la inventa, la compone con arreglo a lógica, dentro del principio de que los sucesos son como deben ser. Anteayer me leyó un capítulo que me hizo morir de risa. Describe los sucesos del año 23, las artes solapadas de Fernando VII para ahogar en España el espíritu liberal, la intervención de los Cien mil hijos de San Luis para restablecer el absolutismo, los acuerdos de las Cortes, la declaración de la locura del Rey. Al llegar aquí, el hombre se quita de cuentos, y… ¿qué creerán ustedes que proponen, discuten y votan al fin las Cortes? Pues procesar al Rey. Toda la tramitación del proceso es tratada por el historiador lógico-natural magistralmente, con gran prolijidad de documentación sacada de su cabeza. Pásmense ahora: Fernando es condenado a muerte… y como no resulta decoroso ahorcarle, ni tenemos verdugos que sepan degollar, es fusilado con muchísimo respeto en Cádiz, en el baluarte próximo a la Aduana… ¿Se ríen ustedes? Pues si leyeran la solemne escena de Fernando en la capilla, su conferencia patética con Argüelles, Martínez de la Rosa y Toreno, su invocación a los juicios futuros de la Historia, y luego la marcha al suplicio al son de tambores destemplados, y lo que el augusto condenado dijo al cura que le auxiliaba, admirarían al historiador, que, según dice, no tiene por musa a la vieja Clío, sino a la conciencia humana.

      — ¡Demonio de hombre!… -dijo Ibero riendo-. Bueno: muere Fernando VII, por sentencia de las Cortes. ¿No querías Constitución? Pues toma tiros… ¿Y los Cien mil niños de San Luis, qué se hicieron?

      — Esto no lo sé… pero ya se las compondrá mi Confusio para escabullirlos o evaporarlos por el sistema lógico-natural.

      — ¡Ajusticiado Narizotas!… Hombre, me gusta. Ese historiador loco es atrozmente simpático. Y yo pregunto: condenado el Rey, ¿dónde está Cromwell?

      — Pues él verá de dónde lo saca y a quién da este papel, porque él inventa los hechos, y si es preciso, las personas».

      Y no se habló más de este asunto, porque volvió Tarfe del despacho con su correspondencia terminada y lista para el correo. De la expresiva recomendación a Prim quedaron Ibero y Clavería muy satisfechos, así como de la carta de Beramendi al Capitán General de Cuba. Al retirarse, iban los dos militares esperanzados y en extremo agradecidos. Debe decirse ahora que Manolo Tarfe y Pepe Fajardo, unidos en amistad estrecha, se hallaban, por aquellos días, a ceremoniosa distancia política de don Leopoldo, cabeza y pontífice de la Unión liberal. La culpa de esta frialdad no fue de la cabeza, sino del brazo, Posada Herrera, que desatendió las recomendaciones de los dos en asuntos locales, y privó a Tarfe, en las elecciones últimas, de aquel apoyo que hipócritamente llamaban influencia moral.

      Claro es que no se separaron ostensiblemente de la Familia feliz; pero sólo ponían un pie en ella; el otro lo tenían alzado sin saber aún dónde sentarlo. En el campo moderado no podía ser; en el progresista, tampoco. ¿A dónde irían, pues? Prim no era un partido; pero si una incógnita sugestiva, una bella esfinge, cuya postura majestuosa y mirar profundo anunciaban poder, fuerza, dominio. Desde que volvió de la guerra de África, adquirió ese respeto con que las clases intermedias de aquella sociedad miraban al futuro y probable caudillo militar, repartidor de mercedes, engarzador de voluntades, y clave de una situación política. Mezclando en sus largos coloquios la realidad tangible con las intangibles conjeturas, Tarfe y Beramendi construían la figura de Prim en los venideros espacios de la Historia, y después de engrandecerla a su gusto, se ponían a su lado, con perspicacia de hombres prevenidos.

      «La Unión Liberal no le traga -decía Tarfe con hondo convencimiento-. ¿Pues por qué le han mandado a Méjico? Por alejar un peligro: esto es bien claro. Lo que hace falta es que vuelva pronto. Cuando quiera será jefe del nuevo partido liberal, sinceramente liberal dentro de la Monarquía… a la inglesa. ¿No crees que será liberal a la inglesa? De su monarquismo no podemos dudar, después de lo que dijo a la Reina en el acto de cubrirse como Grande de España.

      — No te fíes, Manolo -replicó Beramendi, hombre de vista muy larga y atrevido sondador del alma humana-. Yo veo en la ambición de Prim lejanías que tú no ves. Te diré además que no veo en mi protegido Confusio un perturbado de tantos como andan por el mundo; téngole por una inteligencia de fuerza irregular y ciega, que se lanza sin tino a la cacería de las verdades distantes. Yo me siento algo Confusio; mis corazonadas se confabulan con mis desvaríos para no ver en Prim un General político y jefe de bando como los que ya tenemos… Ojalá vuelva pronto. Yo, cuando le vea, le diré: «Hola, Cromwell, ¿ya estás aquí? Me alegro de verte».

      Creyó Tarfe notar en su amigo un ligero amago del achaque mental que en ocasiones le acometía, y discretamente llevó la conversación a otro asunto.

      Capítulo VIII

      Índice

      Pasaron días, y el buen Ibero, ocioso en Madrid y atribulado por la inutilidad de sus pesquisas, se volvió a Samaniego, a donde le llamaban el cuidado de su familia y atenciones de su hacienda y labranza. Clavería quedaba en la Corte a la mira del asunto, aguardando noticias de la Habana y Veracruz… Siguió visitando a Beramendi una o dos veces por semana: el trato del Marqués, como el de Manolo Tarfe, le agradaba en extremo. Pero su trinca favorita, a más del Casino, era el café de la Iberia, donde diariamente se veía con Muñiz, Sagasta y Calvo Asensio, paisanos, con Moriones y Lagunero, militares. En aquella tertulia pudo hacerse cargo de que el verdadero confidente y corresponsal del general Prim era Muñiz, que le informaba de las menudencias políticas, por menudas importantes en esta sociedad más gobernada por la intriga que por las ideas.

      De Méjico llegaban noticias favorables o adversas, según venían por la vía francesa o la vía inglesa. Hoy: los jefes de las tres Potencias aliadas operaban en perfecta armonía. Mañana: Sir Charles Wike, Prim y Jurien de la Gravière andaban a la greña. Como hecho cierto, se supo que los aliados habían celebrado convenio con las autoridades de Méjico para instalarse en lugares menos insalubres que Veracruz. Franceses y españoles acamparon en Orizaba y Tehuacán… En sucesivas conferencias, Inglaterra y España reconocieron explícitamente la autoridad presidencial de Juárez, tratando con él por mediación de los ministros mejicanos Echevarría y Doblado. Uno de estos era tío de la marquesa de los Castillejos. El General de las tropas francesas, Lorencez, secundado por Almonte, Ministro de Méjico en París, que a la sazón desembarcó en Veracruz, se negó a todo trato con Juárez, y apuntó la idea de que al amparo de los aliados se convocase un Congreso nacional con carácter de constituyente. La intención de Francia no podía ser más clara ni más napoleónica. Asamblea de amigos y cacicones, reclutada más que elegida entre los pocos adictos a la idea monárquica; plebiscito a gusto de Francia; retablo mejicano movido por el Maese Pedro de las Tullerías.

      Trinó el inglés y bufó Prim. El primero, emisario de un país constitucional, determinó retirarse con las naves inglesas; el segundo, representante de otro país formalmente constitucional, aunque con obstáculos, se retiró con sus tropas a Veracruz, no pensando más que en embarcarlas para volver a España; y como no tuviese buques especiales a mano, embarcó en los ingleses, y a casa, es decir, a la Habana. ¡Cristo, la que se armó en Madrid cuando se supo la retirada de Prim, con la agravante de no consultar al Gobierno ni pedirle instrucciones! Los que fueron partidarios de la expedición, creyendo que íbamos a una gloriosa campaña militar que diera mayor fuerza y mangoneo al Vicalvarismo, o Familia feliz, no se paraban en barras. Lo menos que pedían era Consejo de guerra por abuso de atribuciones, severo castigo del General… Pero este, más avisado y perspicaz que todos sus contemporáneos, no hizo caso de la malquerencia y desvíos del Capitán General de Cuba, recogió a su esposa y familia, y partió para Nueva York, despachando previamente para España a sus ayudantes, coronel Conde de Cuba y teniente coronel Campos,