Nadie encontrará mis huesos. Enrique Urbina

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Название Nadie encontrará mis huesos
Автор произведения Enrique Urbina
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078646616



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Los hombres del campamento se tiran al suelo y se retuercen. Gritan de dolor mientras unos nuevos brazos les nacen del torso, mientras se abren paso entre las costillas y la piel.

      Cuando todo termina, los hombres se levantan y se miran asombrados. Están contentos. Son más fuertes. Hacen piruetas. El hombre en la silla aplaude. El duende está horrorizado. Eso no debería suceder. Lo que tenía que pasar es que los hombres se convirtieran en bichos, en bestias de cuatro brazos, y que atacaran al hombre de la silla, que lo hirieran, pero no lo suficiente para matarlo; lo suficiente, más bien, para que el hombre de la silla pidiera otro deseo, uno más fatal que el anterior. Y así hasta el tercero, que lo destruiría por completo.

      Pero el duende ya no puede parar. Su órgano está muy excitado. Si se detiene, podría resultar más fatal para él. Paciencia, le dijo el Sátiro. El duende se aferra a esa palabra. Algo pasará.

      —Quiero a un doble mío, quiero tocarme, quiero sentirme, quiero un doble para lo que quiera —dice el hombre de la silla, interrumpiendo los pensamientos del duende.

      —Así… será —. Tiembla y chasquea los colmillos.

      Al lado del hombre de la silla aparece otra silla con un hombre sentado en ella, idéntico al primero. Ambos se miran, se levantan, se caen, se encuentran y se besan apasionadamente. Cuando terminan, regresan a la silla del primero tomados de la mano. El duende se esconde entre las sombras, debajo de la silla. No puede soportar lo que ve. No puede soportar lo que está pasando. Se pregunta lo mismo: ¿por quoi? ¿Por quoi desgracia no arrivado?

      El hombre se agacha y se encuentra frente a frente con el duende. Lo mira a los ojos.

      —Mi último deseo es este: quiero deseos infinitos, deseos que no dañen a mis aliados —dice el hombre de la silla enardecido por sus propias palabras.

      El duende, por fin, se tranquiliza. Eso no lo puede pedir. El Sátiro los protege de ese deseo con su magia. Porque, de ser así, todos los duendes ya estarían esclavizados por los humanos, cumpliéndoles todos sus caprichos, encadenados de por vida a ellos. Así, la magia fuerte se revierte a los hombres, destruyéndolos.

      El duende abre bien los ojos para presenciar, ahora sí, el espectáculo, la desgracia.

      Pero no sucede nada. O sí: siente cómo su verdadera forma se revela. Su naturaleza se desnuda, se deja ser.

      Y siente cerca al Sátiro. Detrás. El Sátiro lo toma y lo mete en una jaula. El hada que hace horas voló al cielo llega rápida, como un bólido, y choca con la tierra. Se estrella como un huevo que cae del nido de un árbol alto.

      —Eres sido pacientes, Álfar. Felicitación —dice el Sátiro, quien camina con la jaula más allá del campamento, con los hombres de las sillas a su lado. Este es mi duende más fuerte, más audaz —dice a los hombres de las sillas—. Era el último que faltaba por capturar. Su empresa ahora podrá ser completada. Les pido que recuerden el trato. Lo que me toca.

      ¿Lo que le toca? ¿Qué habrá sido más importante para el Sátiro que el mismo bosque, su gente, sus hijos?

      El duende mira el horizonte que se aleja de él mientras avanzan. Desborda cuerpos. Seguramente ya todo está inundado de ellos, de su peste.

      El rostro natural del Sátiro se interpone en su paisaje.

      —Paciencias, Álfar —dice el Sátiro—. Paciencias.

      Y avanzan y avanzan. Y se alejan.

       EL ATOLLADERO

      Leda escuchó el grito de una mujer. Venía de la casa de junto. Fue breve. Buscó una reacción en los demás, pero Miguel y los trabajadores continuaron moviendo y acomodando cosas de la mudanza, como si nada hubiera sucedido.

      Esa noche, la primera en su nuevo hogar, Leda y Miguel durmieron sin sueños. Leda, sin embargo, despertó varias veces en medio de la oscuridad. Le era raro a su instinto dormir en un cuarto diferente. Se trataba de otra atmósfera que, sin embargo, también prometía volverse íntima. Pero faltaba para eso. Primero tendrían que vaciar sus pertenencias de las cajas y acomodarlas en los cuartos y repisas. Tendrían que realmente adueñarse del lugar. El solo pensamiento la hizo sentirse más extraña.

      Salió a correr por la mañana y pasó junto a la casa de donde creía haber escuchado los gritos la tarde anterior. Era una ruina: su jardín estaba tan descuidado que parecía un pequeño pantano. El pasto estaba alto y revuelto. Denso. Entre la maleza se dejaban ver pedazos de tierra convertidos en lodazales y charcos llenos de mosquitos. En su fachada tenía unos arbustos mal cuidados y enredaderas que fracturaban la pintura de por sí ya en deterioro. De no ser por la luz que salía de un cuarto y el evento del día anterior, Leda habría asegurado que ese lugar estaba abandonado. No lo recordaba así. La última vez que visitaron el vecindario antes de mudarse, era una casa normal. Eso había sido dos semanas antes. Tal vez hasta habría pensado dos veces moverse junto a eso. Se lo contaría a Miguel. Tenía que hacerlo.

      Regresó al mediodía. El sol mataba las sombras. Leda estaba cansada y satisfecha. Sudaba mucho y sentía la piel ardiendo. Entonces se encontró de nuevo frente a la casa descuidada. Esa otra perspectiva le permitió ver más detalles: el patio trasero, a diferencia del frente, tenía solo tierra. Lodo. Y hongos de todos los tamaños. Leda se preguntó si eran cultivados o crecían solamente por las condiciones de la tierra. Sintió ganas de explorar todo de cerca. Pero una cortina se movió en un cuarto donde, a pesar de la hora, una luz se veía encendida. Creyó ver la figura de una persona. Leda se sintió sucia y observada. Regresó a su casa llena de escalofríos.

      Miguel desempacaba las cosas de la cocina. Había terminado con los cubiertos. Estaba con los platos. Leda, sin decir nada, lo besó y empezó a abrir la caja de las ollas y sartenes.

      —Tenía hambre, por eso empecé por aquí —dijo Miguel animado.

      —Yo hago el desayuno y tú la comida, ¿sale? —contestó Leda.

      Miguel asintió. Sacaron las cosas en silencio. Leda limpió rápido lo que iba a necesitar y tomó huevos del refrigerador. Pensó en hacer un omelette. Buscó las especias que necesitaba para su receta personal. Hizo entonces una conexión inusual: las plantas le recordaron los jardines de la casa de junto.

      —Oye, ¿ya viste la casa de al lado? ¿Qué onda? —dijo Leda mientras, para disimular sus nervios, preparaba la comida.

      —¿Qué tiene?

      —¿No la has visto? Parece abandonada.

      —No me acuerdo que estuviera así.

      —Porque no lo estaba.

      —Al rato que salga la checo.

      —Y ayer como que alguien de ahí gritó, ¿no escuchaste?

      —Cierto, creí escuchar algo, pero pensé que solo había sido yo. Luego voy a checar qué pasa.

      No hablaron más sobre el tema. Desayunaron, se bañaron y Leda se fue a su trabajo. Miguel se quedó en su computadora.

      Ya de noche, la luz de la casa en ruinas continuaba encendida. Leda se molestó. La sensación empeoró cuando, justo al abrir la puerta de su casa para entrar, Miguel la abordó.

      —¡Conocí al vecino! —dijo sonriendo.

      —Ah, ¿fuiste a ver la casa? —preguntó Leda más molesta.

      —No, no. Él vino a presentarse.

      —¿Qué?

      —¡Sí! Se llama Jonás. Tiene 28, casi nuestra edad. Vive solo. Se disculpó por cómo la tiene. Te descubrió mientras la veías feo. Dijo que está atravesando por cambios duros en su vida y no tiene tiempo para darle mantenimiento. ¡Pero es muy amable! Un día deberíamos comer con él o algo. Me cayó muy bien. Hasta nos dio un regalo, ¡mira!

      Miguel salió corriendo y regresó con un hongo. Era negro, la luz se perdía en su sombrero. Tenía unas escamas doradas y púrpuras. En la tierra donde estaba su tallo había una especie de baba que soltaba brillos plateados.