La camarera de Artaud. Verónica Nieto

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Название La camarera de Artaud
Автор произведения Verónica Nieto
Жанр Языкознание
Серия Trampa
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412167795



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recostó contra la columna con las piernas abiertas y comenzó a frotarse la espalda y a sacudir la lengua derramando baba hasta el suelo. Yo me puse de pie, crucé la galería cubierta y el jardín central, entré en el edificio de la administración, en donde me habían asignado una habitación junto a las cocinas, y me quedé sentada en la cama pensando en que el señorito aquel nos obligaría a reducir las cantidades diarias de comida y de carbón. Era evidente que el doctor Ferdière, un aficionado escritorucho de poemas lánguidos, lo trataría con mucho respeto. Qué más podía pretender que tener a un famosillo en su loquero de turno. Si era verdad todo aquello de que este flaco y mugriento actor era tan conocido en París como nos explicó. Le pregunté a la señora Lamartine si había oído hablar de él, había sido una ávida lectora en sus tiempos mozos y posiblemente se hubiese topado con su nombre en alguna revista de literatura, pero me dijo que no le gustaban esas nuevas tendencias deformantes de París y que hacía por lo menos seis años que no recibía revistas nuevas; tal y como estaban las cosas, era insensato malgastar el dinero comprando ese tipo de objetos de lujo, más bien prefería una buena pechuga de pollo de la granja que administraba su hijo en Millau, un poco de crema hidratante para las manos o un vestido nuevo de esos que están de moda y que nadie sabía llevar tan bien como su nuera. Aquella palabra provocó el crecimiento de una pequeñísima lágrima en la pupila izquierda de la señora Lamartine. Esa era la señal para asentir y seguirle la corriente, de lo contrario la lágrima se convertiría en lloriqueo cuando recordara que su hijo había muerto en el frente y que de su nuera no se tenían noticias. Por fortuna entró Natasha e interrumpió la conversación; la señora Lamartine cerró la boca, no sin antes recorrer sus grises rizos con la palma de la mano, y siguió tejiendo la bufanda que pretendía regalarle a Simone, la mujer de Ferdière, a quien ayudaba en el pabellón de los niños.

      Hacía un día estupendo para que ese poeta viniera a estropearlo. Me quedé mirando los barrotes de la ventana un buen rato antes de continuar con mi lectura del Antiguo Testamento. Tenía que aprovechar las dos o tres horas que quedaban antes de dirigirnos a la cocina, porque luego Natasha o la señora Lamartine querrían echarse una siesta y habría que oscurecer la habitación. Volví a leer aquel fragmento: «Yo soy el que soy». Moisés le había preguntado su nombre y Él había dicho «yo soy». ¿Qué clase de respuesta era esa? Mis ojos recorrieron el crucifijo que colgaba encima de la cabecera de mi cama; en la esquina superior, casi tocando el cielo raso, la pintura se caía a trozos por culpa de la humedad. Natasha se había quedado sentada en su cama envuelta en una espesa manta marrón tambaleándose hacia delante y hacia atrás de forma repetitiva. La señora Lamartine se había dirigido al cuarto de baño (o eso había dicho) y la foto de mi madre sobre mi mesa de noche seguía sonriendo. Pero yo no podía dar esa respuesta. Yo era Amélie Levier. Recordé al sacerdote que venía a visitarme hacía algunos años, cuando las mujeres ocupábamos la mitad derecha del hospital y nos dedicábamos a coser y a escuchar el noticiero de las dos de la tarde en la sala de recreo, y aquella mañana en que, sentados en una esquina y apartados del resto de las mujeres, le pregunté si mi nombre me designaba tal y como las palabras definían las cosas con el nombre de Adán o si yo pertenecía al género imperfecto de lenguaje de después de la caída de Babel. El sacerdote se limitó a mirarme asintiendo con la cabeza, frunciendo la boca de aquella manera que lo afeaba tanto, pero no dijo nada. Ni siquiera se movió un ápice debajo de su sotana negra. Luego se puso de pie, me bendijo y me atareó con dos padrenuestros antes de marchar. Yo solo quería saber si era Amélie Lévy. Porque hubo un tiempo en que me llamaba Amélie Lévy.

      Creo que alcé la vista de la página porque la silueta de la señora Lamartine apareció en el rellano de la puerta. También vigilé a Natasha, que ahora calentaba agua en su samovar. Pero instantes después (después de que la señora Lamartine cogiera el tejido y yo recordara el enigma de Moisés) las palabras empezaron a huir de la página en blanco como infinitas hormigas negras. Comenzaron por moverse en ondas, desmontando la simetría de los renglones; al poco se agolparon en el borde inferior arrastradas por la fuerza de gravedad, y luego, como si aquello no fuera suficiente, se derramaron sobre mi antebrazo y se depositaron en el colchón hasta que, desbordadas, unas encima de otras, se decidieron a dejarse caer hasta el suelo, inundándome antes las piernas, resbalando hasta mis pies y clavándome sus pequeños dientecitos a través de la ropa. Me levanté de la cama para sacudirlas de mi cuerpo, para que dejaran de desobedecer a Dios. Agité brazos y piernas, quería espantarlas de mis manos y de mi cuello con rápidos movimientos. ¿Cómo harían para volver a ordenarse tal y como habían sido dispuestas por los profetas? Mientras las recogía de aquel charco negro que borboteaba en el suelo y las depositaba otra vez dentro de las páginas al azar, pensé que necesitaría otra Biblia para ordenar las frases que, con suma probabilidad, se habrían diseminado de forma aleatoria y blasfema. No sé cuánto tiempo estuve recogiéndolas del suelo, buscándolas entre mis medias de lana, arrancándolas de mis brazos para depositarlas en el libro antes de que nadie descubriera aquel desastre. Pero pronto me vi obligada a recostarme. El dolor de cada una de las picaduras latía de forma insistente y se expandía en agudos zumbidos por todo mi cuerpo. Cerré los ojos y permanecí en esa posición hasta oír que alguna puerta se cerraba y que el eco de los pasos de Ferdière se perdía en el murmullo del edificio. Me levanté de la cama, arrastré los pies hasta la pared y pegué la oreja. Las vibraciones ondulantes del cemento, el estruendo de sillas que se arrastran, los pasos de las cocineras, la voz tranquilizadora de las enfermeras en la galería cubierta, el susurro incesante de los internados, un grito, una carcajada histérica, una gota de baba que cae al suelo, una radio o un ronquido me impidieron saber qué estaba haciendo en ese momento el señor Artaud. Fue entonces cuando Odette nos avisó de que ya era hora de acudir a la cocina.

      2

      Natasha adoraba el sonido de la voz de Odette en el rellano de la puerta, sus contoneos redondos al bajar las escaleras y atravesar el pasillo mientras se sujetaba con gracia el delantal porque sabía que la estábamos mirando, y al entrar en la cocina, Odette nos entregaba uno de esos delantales a cada una y nos recordaba que nos recogiéramos el cabello si alguna de nosotras se había despistado, y en ese preciso momento a Natasha se le comenzaba a formar aquel espeso hilo de baba que procuraba tragar mirando hacia el techo para evitar que cayera al suelo, o peor, sobre la comida, y Odette la sermoneara con aquel discurso que enumeraba el abecé de la higiene culinaria. Se ve (porque nos costaba un gran trabajo comprenderle) que Natasha había formado parte del personal de un importante restaurante de lujo en Moscú, aunque a veces decía que había tomado algunas lecciones de cocina y que lo del restaurante era uno de sus sueños y otras balbuceaba que en realidad solo le gustaba cocinar y que nunca lo había hecho más que para los internos de Rodez. Con independencia de cuál de todas estas informaciones era la correcta, sin dejar de considerar que incluso todas ellas podían ser falsas, lo cierto es que Natasha estructuraba su jornada diaria con relación a esas cuatro horas de álgida excitación culinaria. Aunque, a decir verdad, nuestras tareas eran simples y poco tenían que ver con la alta cocina, más bien nos dedicábamos a pelar las patatas que sembraban y cosechaban los propios internados, preparar el caldo para la sopa, al que agregábamos perejil, algunos trozos de tomate (si teníamos), diez kilos de patatas recién peladas, un buen puñado de cuadraditos de nabos frescos y, si por casualidad habían traído de la granja algo de pollo, panceta o cerdo, lo desmenuzábamos y lo incorporábamos al caldo, aunque debo confesar que antes de servir la sopa nos repartíamos entre todas las cocineras algún bocado de carne con un trozo de pan. También nos encargábamos de distribuir los platos, recoger las mesas, lavar la vajilla una vez terminada la comida y limpiar el suelo de la cocina y del comedor.

      Para disimular mi dolor (quería evitar que Odette llamara al doctor Latremolière o al mismo Ferdière para que me suministraran algún tratamiento o me encerraran en la célula de enfermos) pregunté si alguna de ellas conocía al señor Artaud.

      —Ferdière ha dicho que es un surrealista —contestó Anne sin dejar de revolver la sopa—. Un señorito de París, uno de esos modernos que escriben sin pensar.

      —¿Eso es un surrealista?

      Como el señor Delanglade, el pintor que está en los talleres de la entrada —intervino la señora Lamartine—. ¿Os parece normal que deforme la realidad de esa manera?

      —Seguro